"Cuando pasamos de la revolución agrícola a la revolución industrial no lo hicimos de un día para otro", dice Cristóbal Cobo. "Primero hay unos pocos adoptantes, unos genios locos que prueban con la máquina de vapor y cambian sus cadenas de producción. Mientras, los luditas salen a romper las máquinas porque dicen que se van a quedar sin trabajo". Cobo habla desde Washington DC, Estados Unidos, vía Google Meet. "La revolución se expande, Inglaterra se convierte en el Silicon Valley del siglo XIX, se produce un enamoramiento tan grande que define desde la forma de hacer política hasta los modelos de producción. De repente todo tiene que ser industrial", continúa en la pantalla de 6,2 pulgadas de un teléfono celular ensamblado en Vietnam y adquirido en Montevideo. "Pero después esta promesa maravillosa del desarrollo moderno del siglo XIX empieza a mostrar la otra cara: se precarizan los trabajos, se generan cinturones de pobreza, las desigualdades se hacen más grandes. Esa subida y bajada de la era industrial, que ha sido natural en cada proceso, en alguna medida también empieza a aparecer, poco a poco, en esta era, la era digital".
Ahora, durante la breve charla a través de videoconferencia, Cobo recurre al pasado para sintetizar el presente: el del fin de la luna de miel de la era digital. La historia es una misma sinfonía con distintos movimientos. "Hace 20, 30 años, con el crecimiento de la world wide web, surge esta idea de una inteligencia colectiva y de la descentralización de los modelos de producción. Quienes creen en la democracia ven en la web un espacio donde todos podían tener voz. Surge un enamoramiento súper dulce de esta era que algunos llamaron la web 2.0. Creo que Wikipedia es un icono representativo de ese momento. Han pasado 20 años, muchas de esas promesas ocurrieron, pero internet se concentró en un número muy, muy pequeño de actores. Y cuando digo internet me refiero al enorme flujo de datos que ocurre en cinco o seis compañías que manejan una concentración muy grande de la red. Entonces, eso, sumado a modelo de negocio de estas compañías, genera una situación realmente asimétrica en la que yo regalo mi atención, y con mi atención mis datos, mi privacidad, mi manera de tomar decisiones, a cambio de una enorme cantidad de servicios que cuestan mucho dinero y que yo nunca pago con dinero de mi bolsillo, sino que lo pago de una manera distinta. Esto se ha producido de un modo muy rápido: muy rápido para las legislaciones, muy rápido para las conductas, muy rápido para la sociedad en general, que suele ir varios pasos más atrás de la tecnología. Y ahora hemos llegado a un modelo más bestial de esta digitalización y nos estamos dando cuenta de que tiene consecuencias perversas, que pueden haber sido planeadas o no, y que va a costar un buen rato salir de ellas para que finalmente podamos tener un modelo más respetuoso".
En La broma infinita (1996), el escritor estadounidense David Foster Wallace imaginó un futuro no muy lejano donde, entre otros detalles, se deja constancia del auge y la caída de un tipo de comunicación muy similar al que ofrecen hoy tecnologías como Zoom o Google Meet (y que, a su vez, en la novela generó algo llamado "estrés videofónico", muy cercano al burn out de videochat que se experimenta en tiempos de pandemia). En ese retorcido mundo de ficción creado por Wallace también existe una serie de cinco películas, titulada La broma infinita, cuyo poder de atracción y fascinación es tan grande que toda persona que empieza a verla no puede dejar de hacerlo, al punto que se abandona por completo a la golosina audiovisual y así, sin más, se deja morir. La persona ni siquiera sabe realmente qué hace ni qué está viendo cuando mira esta hiperestimulante película, conocida vulgarmente como El Entretenimiento. Y esto es lo que la convierte en un arma muy poderosa, con el paradójico resultado de que termina matando a quien le regala toda su atención (de ahí que durante un tiempo el título provisorio de la novela fue "Un entretenimiento fallido").
Sin llegar a los extremos delirantes de La broma infinita, la novela, en la realidad que se agita por fuera de las páginas de ficción la atención del usuario también es un capital de sumo valor, es lo que da forma y contenido a la denominada "economía de la atención", que ha definido el modelo de negocio de grandes compañías tecnológicas, tal como lo menciona Cobo. "Ese modelo en el que no hay transacción monetaria en la enorme mayoría de los casos, sino que la transacción es a cambio de mi atención".
En el indispensable Acepto las condiciones: usos y abuso de las tecnologías digitales, Cobo cita a Sean Parker, cofundador de Napster y presidente fundador de Facebook, "un servicio fundamentalmente diseñado para captar la mayor atención posible sin tener en cuenta las consecuencias de su uso". Cuenta que Parker y sus socios, entre ellos, Zuckerberg, trabajaron en el diseño original de la plataforma tratando de responder a la siguiente pregunta: "¿Cómo hacemos para consumir tanto tiempo y atención consciente [de los usuarios] como sea posible?". La respuesta: manteniéndolos enganchados en un "circuito permanente de retroalimentación y validación social".
Cobo reconoce que "las relaciones sociales, la educación, la economía, el transporte, la gastronomía, el turismo, la literatura y el cine, entre tantas otras dimensiones de la vida, se han visto enormemente enriquecidas por la emergencia de las nuevas tecnologías". El reto, dice, consiste en aprovechar estas oportunidades sin ignorar los riesgos y las asimetrías que estas herramientas ofrecen. "Para ilustrar esto, en el libro (Acepto las condiciones...) usaba la metáfora del cinturón de seguridad", comenta Cobo. Y lo explica de este modo: "El automóvil se desarrolló de manera más industrial a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, pero el cinturón de seguridad demoró entre 60 y 70 años en incorporarse. Entre medio murió un montón de gente. Aquí no muere gente. En la inmensa mayoría de los casos tiene más que ver con otros tipos de problemática, que no tienen que ver estrictamente con vida o muerte, pero la metáfora de poner algo que cuide a la gente creo que se mantiene. ¿Cuáles son los cinturones de seguridad que podemos poner para cuidar a la gente? Creo que por ahí va la discusión".
Resulta clave estar atentos a los procesos e intereses que intervienen en el tejido de la realidad digital. "Usamos Wikipedia, que es un proyecto maravilloso, un proyecto no financiado, sin partidos políticos detrás, un proyecto donde todos pueden dialogar. Al mismo tiempo tenemos una herramienta que se llama Google y que me da los resultados de Wikipedia. Pero también personaliza las respuestas y hasta sugiere las preguntas: uno no termina de hacer la pregunta en el buscador que ya te aparece la sugerencia de qué preguntar. Es decir, el buscador incide en nuestra manera de pensar, en las preguntas que hacemos".
"Hace dos o tres años estuve en Berlín. Fui al Museo Alemán de Espionaje, donde se muestra lo que usaban en Alemania del Este para escuchar a la gente. Todo era muy analógico, las paredes tenían ojos y las cámaras fotográficas iban camufladas en paquetes de periódicos. Había un estado totalitario que tenía toda una herramienta muy sofisticada para el espionaje. Sin embargo, la herramienta más poderosa eran los propios ciudadanos, que se espiaban entre sí. Cuando estaba ahí pensaba en las prácticas que tenemos ahora. La gran diferencia es que más que un estado totalitario tenemos la íntima necesidad de construir nuestra propia identidad digital. La necesidad de pertenecer. A mí nadie me pone una pistola en la cabeza para poner algo en Facebook. Yo lo pongo porque quiero ser reconocido, porque quiero que me vean mis amigos, porque quiero sentirme parte de algo. La banana del simio es, nuestro caso, sentirnos parte de nuestra comunidad. Creo que ese el gran magnetismo que tienen estas herramientas".
Ante este escenario, la pregunta obvia: ¿qué es la privacidad hoy? "Una de las definiciones más antiguas de privacidad viene del siglo XIX y es algo así como ‘El derecho a que te dejen solo’. Hoy en día parece que no queremos que nos dejen solos. No queremos que nos dejen tranquilos. Queremos ser parte del grupo. Bill Gates decía que la privacidad tenía la robustez de una cáscara de banana. (Mark) Zuckerberg ha cuestionado la existencia de la privacidad. Creo que nos han tratado de hacer creer la idea de que la privacidad no es un valor. (Edward) Snowden sostiene que creer que la privacidad no es necesaria porque yo no tengo nada que esconder es como creer que cualquier derecho que yo no esté usando no es importante simplemente porque no lo estoy usando ahora… sin tener en cuenta que lo puedo necesitar en el futuro. Es lo mismo que si hay una rampa en la vereda. ¿Para qué la quiero si no ando en silla de ruedas? Pues bien, el día mañana, si tengo un accidente, tal vez la pueda necesitar. Es decir, tenemos una visión un poco cortoplacista del asunto".
Va otro ejemplo. No extraído de un plano hipotético sino de la realidad. "En una pequeña ciudad de Estados Unidos se descubrió que la Policía tenía acceso a las calificaciones históricas de los alumnos. Uno se preguntará para qué quiere el sheriff las calificaciones de los niños. La justificación venía por el lado de que supuestamente había una fuerte correlación entre los malos estudiantes, aquellos que tenían las peores calificaciones, y los potenciales delincuentes". Esta suerte de sentencia previa, escena que parece salida de la frondosa paranoia de autores de ciencia ficción como Philip K. Dick, es un ejemplo de cómo en el nombre del bien y las buenas intenciones se llega a zonas bastante cuestionables. En palabras de Cobo: "Es un muy buen ejemplo del mal uso de los datos y de cómo originalmente un buen uso de esos datos, como el tener las calificaciones de los alumnos, se desvirtúa. El exceso de la concentración de información afecta la protección de los datos y también la distribución del poder. Cuando una persona tiene mucho dato tiene mucho poder".
En este escenario, continúa Cobo, "los usuarios somos proveedores y grandes desconocedores de nuestros datos". Y continúa: "No tenemos ni idea de qué pasa con nuestros datos. Los datos que usan las empresas se pueden visualizar en tres capas. En una primera capa están los datos que yo entrego. Por ejemplo, me doy de alta en Facebook y pongo mi correo electrónico y mi nombre. Los doy de manera consciente. Hay una segunda capa que se compone de los que no doy pero que, sin embargo, los genero. Por ejemplo, cuando ya me di de alta en Facebook y me pongo a navegar en otras pestañas, Facebook hace un tracking en esas otras pestañas, obtiene información acerca de los sitios que visito e importa información adicional que yo puedo querer o no querer que la compañía lo sepa. La tercera capa tiene que ver con lo que los algoritmos interpretan de mi comportamiento en la web. Es decir, si yo navego por un montón de páginas de anteojos porque mi hijo tiene que cambiar los anteojos, el algoritmo puede interpretar que yo tengo un problema de visión y me va a ofrecer cosas relacionadas. Es un ejemplo bastante tonto, simple, porque podríamos entrar en zonas más incómodas, desde cuestiones sexuales o políticas. Los algoritmos pueden interpretar comportamientos que yo odiaría saber pero no tengo cómo saberlo porque tampoco me los van a comunicar. Entonces, en el fondo, la privacidad no es un estado unidimensional sino que tiene muchas capas. Por lo tanto, recuperar la privacidad implica un montón de trabajo".
Y parte de ese trabajo, claro, se lleva a cabo en casa. "La tensión de los medios y la familia no es nueva. Por un lado está el uso diestro de la parte instrumental de la tecnología, como sostienen algunos autores, del codo al dedo, es decir, el saber qué botones tocar, y por otro lo que va del codo a la cabeza, es decir, la capacidad cognitiva. Los padres sin conocer ni comprender demasiado el componente instrumental de aplicaciones (por ejemplo, cómo funciona TikTok), cuentan con herramientas cognitivas de pensamiento crítico y pueden entender muy bien que no es buena idea para una chica adolescente poner una foto sexy en esa aplicación o en otra porque eso le puede generar un problema (o varios problemas) por mucho tiempo. Igualmente es complicado, porque no se trata simplemente de decir ‘Apaga el teléfono’. No se trata de pasar en una prohibición constante. Creo que hay que traerlo a la conversación. Generar instancias de diálogo en las que se pueda hablar y poder hacer preguntas: en qué canales estás, dónde hiciste amigos, qué cosas viste hoy en las redes, si viste o viviste alguna situación incómoda. Sonia Livingstone, directora del Departamento de Medios de comunicación y Comunicaciones en la London School of Economics, dice que, al llegar la noche, los padres deberían hacer dos preguntas: 1) ¿Cómo estuvo tu día? y 2) ¿Cómo estuvo tu día en línea?’".
Suena bien. Pero vale preguntarse si es posible algo así en la vida real. "Yo creo que no queda otra", afirma tajante. "Estas tecnologías magnifican lo que ya está en nosotros, lo mejor y lo peor. Todos sabemos que los chicos que ya tienen cinco años no van a vivir en un mundo de Facebook y de Wikipedia. No. Van a vivir en un mundo de una Alexa 15 veces más inteligente de la que tenemos hoy en día. No vamos a esperar a que ocurra eso para empezar esta conversación". De nuevo, la visión cortoplacista puede generar estragos. Tener presente que las redes forman parte de la textura de la realidad en la que nos movemos, que la vida en línea es parte de la vida, es esencial para incorporar a la conversación que se da en casa. Podría verse como un cultivo, como una labor diaria que dura toda la vida. Y que comienza, precisamente, ahora.